Aprender Durante la Crisis del COVID-19: Un Desafío para la Educación
abril 19, 2020

Qué duda cabe que por estos días muchas de nuestras habituales preocupaciones han cambiado sustantivamente. Estamos viviendo la peor crisis humanitaria y sanitaria del último siglo con, hasta hoy, dramáticas consecuencias en todo el mundo y alcances aún difíciles de dimensionar. Para enfrentarla, los gobiernos han dispuesto medidas de todo orden, sanitarias por cierto, pero también económicas y sociales, que han restringido libertades como la de circulación y reunión, planteando un nuevo desafío para la educación. Según cifras de la UNESCO, actualmente hay 1.500 millones de estudiantes en escuelas y universidades alrededor del mundo que no pueden asistir a sus clases presenciales, recibiendo educación a distancia.

En todos los niveles formativos responder a esta forzada demanda ha significado un tremendo trabajo para las instituciones, sus profesores y académicos, a fin de atender de manera satisfactoria desde la distancia a quien es, debiera ser siempre, el centro de la docencia: el estudiante. Para el nivel de formación universitaria este requerimiento ha impuesto un esfuerzo importante en distintos ámbitos, como la habilitación de plataformas, conexión, estrategias de enseñanza, aprendizaje y evaluación, capacitación de profesores, creación y preparación material didáctico. En buena hora, muchas de nuestras instituciones tenían avances previos en esta área, aunque pocas con el suficiente alcance que la emergencia ha requerido. Gran parte de las instituciones hemos podido navegar en la crisis, enfrentándola de forma adecuada con transformaciones que tal vez escasamente nos hemos detenido a pensar y reflexionar sobre ellas.

Sí hemos podido constatar que esta modalidad de enseñanza requiere de un estudiante más autónomo, disciplinado y sistemático en su aprendizaje; como también de un académico que facilite el proceso formativo, desafiando, guiando y promoviendo un aprendizaje activo y colaborativo. En el caso del postgrado, estos dos ingredientes esenciales están en la ecuación y han facilitado la formación a distancia sin interrumpir nuestros procesos formativos con calidad equivalente. La retroalimentación oportuna en la evaluación del alumno y el respeto por las distintas formas de aprender son factibles, considerando especialmente que nuestros estudiantes son más exigentes y poseen metas claras por ser precisamente adultos y profesionales activos.

Estando presente los elementos esenciales, resulta interesante preguntarse entonces, ¿por qué hasta hoy la educación universitaria en modalidad online no ha tenido en Chile un desarrollo como en otras latitudes? Las respuestas serán múltiples dependiendo de quién ha estudiado el fenómeno; lo concreto, es que aun cuando ha habido un avance, este ha sido bastante tímido en comparación con otros países.

En Chile, cerca de un 3% del total de la oferta de programas de postgrado[1] es online; en contraposición, en Estados Unidos, según la empresa de estudios Statista[2], sobre el 30% de la matrícula está en programas de formación en línea (14,9% con modalidad ciento por ciento a distancia, y 16,7% en modalidad semi presencial). En un país como Chile, donde la velocidad de adopción de nuevas tecnologías, la disposición y acceso a internet son según el Banco Mundial prácticamente las mismas que en países desarrollados y muy por sobre el resto de Latinoamérica, pareciera ser que nuestro relativo retraso en insertar esta modalidad formativa es una cuestión más bien de orden cultural y resistencia al cambio por parte de las instituciones, sus académicos y estudiantes; incluyéndose una menor valoración de ellos mismos y de organismos y actores del entorno.

Por estos días, muchos nos recuerdan cómo las grandes crisis humanitarias han moldeado nuestra sociedad, provocando cambios culturales y políticos de envergadura tras las pandemias o grandes guerras. Así lo relatan autores como Peter Frankopan, investigador y profesor de la Universidad de Oxford quien en su libro Silk Roads describe los efectos en Europa luego de la peste negra en el siglo XIV y tantos otros, que son citados en numerosas columnas que tratan de vaticinar los alcances futuros de esta pandemia.

De cualquier manera, si hay algo que intuitivamente podríamos inferir a propósito de lo que muestra la historia y lo que estamos viviendo, es que no volveremos a ser los mismos; nuestra sociedad, la forma de relacionarnos, el comercio, el mundo del trabajo y por qué no la educación, necesariamente sufrirán cambios.

Aquí entonces nos preguntamos, ¿Cómo cambiará la educación luego del COVID-19? ¿Cuán profundos serán esos cambios? ¿Cómo los programas de formación en todos los niveles recogerán la actual crisis? ¿Cuánto cambiarán sus orientaciones y énfasis? sobre todo, en el nivel de postgrado, donde los distintos ámbitos profesionales vivirán profundas transformaciones que aún no conocemos.

Resulta complejo especular sobre aquellos desenlaces, lo que está por venir no lo conocemos; sólo podríamos anticipar que será diferente y frente a ello el valor parece estar entonces no en intentar especular sobre lo incierto, sino sobre aquello que estas últimas semanas hemos debido aprender y sobre todo re-aprender. Uno de esos espacios es la tecnología, gracias a ella hemos podido seguir trabajando y enseñando, transformando no sólo a los estudiantes, sino a nosotros mismos y a nuestras instituciones, valorando como nunca antes la «modalidad a distancia» y encontrado en ella recursos que hasta antes de esta pandemia no conocíamos, y desafíos que hoy visualizamos con mayor claridad. Parece ser entonces, que la tecnología llegó para quedarse y probablemente para desarrollarse a un ritmo que hasta hoy no ha tenido en nuestro país.

 

[1] Fuente : Reporte de Matrícula en Educación Superior SIES 2019.

[2] Fuente : Statista, https://www.statista.com/statistics/944245/student-distance-learning-enrollment-usa/